Entrevista

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Marta Sequeira

msequeira@autonoma.pt
Arquiteta e Docente no Departamento de Arquitetura da Universidade Autónoma de Lisboa (Da/UAL), Portugal. CEACT/UAL – Centro de Estudos de Arquitetura, Cidade e Território da Universidade Autónoma de Lisboa, Portugal. Instituto Universitário de Lisboa (ISCTE-IUL), Centro de Estudos sobre a Mudança Socioeconómica e o Território (DINÂMIA’CET), Lisboa, Portugal

 

João Quintela

jquintela@autonoma.pt
Arquiteto e Docente no Departamento de Arquitetura da Universidade Autónoma de Lisboa (Da/UAL), Portugal. CEACT/UAL – Centro de Estudos de Arquitetura, Cidade e Território da Universidade Autónoma de Lisboa.

 

Para citação: SEQUEIRA, Marta; QUINTELA, João — Reflexiones críticas sobre el legado y el futuro de la disciplina. Entrevista con Rafael Moneo. Estudo Prévio 26. Lisboa: CEACT/UAL – Centro de Estudos de Arquitetura, Cidade e Território da Universidade Autónoma de Lisboa, 2025, p. 2-14. ISSN: 2182-4339 [Disponível em: www.estudoprevio.net]. DOI: https://doi.org/10.26619/2182-4339/26.1

Recebido a 23 de janeiro de 2025 e aceite para publicação a 30 de janeiro de 2025.
Creative Commons, licença CC BY-4.0: https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/

Reflexiones críticas sobre el legado y el futuro de la disciplina.

Entrevista con Rafael Moneo

 

Rafael Moneo nació en Tudela, Navarra, en 1937, y su trayectoria refleja tanto su profunda conexión con las raíces culturales de España como su apertura a las influencias internacionales. Formado en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, en una época marcada por la transición entre las tradiciones eclécticas y las influencias de la modernidad, Moneo tuvo como maestros y referentes a figuras clave como Alejandro de la Sota y Francisco Javier Sáenz de Oiza. Este último lo acogió en su estudio durante sus años de estudiante, una experiencia que describió como una «escuela paralela», que marcó su formación tanto como su paso por la propia academia. Tras licenciarse, su carrera se vio enriquecida por su colaboración con Jørn Utzon en Dinamarca, donde aprendió de cerca de uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX, y posteriormente por su estancia en la Academia de España en Roma, un periodo decisivo para su comprensión de la historia y de la disciplina arquitectónica. Desde entonces, ha combinado una práctica profesional constante con una intensa actividad crítica y teórica, escribiendo sobre arquitectura tanto histórica como contemporánea. En esta entrevista, realizada en el marco del Doctorado en Arquitectura Contemporánea de la Universidad Autónoma de Lisboa, Rafael Moneo reflexiona sobre temas clave para la arquitectura actual. A lo largo de la conversación, aborda cuestiones como el papel de la crítica en la arquitectura contemporánea y la relación entre teoría y práctica. En esta entrevista, Rafael Moneo demuestra por qué sigue siendo una de las voces más influyentes y respetadas de la arquitectura contemporánea, ofreciendo a los estudiantes y profesionales una perspectiva que combina reflexión histórica y compromiso con los retos del presente.

 

Rafael, es un honor recibirte en nuestra universidad. Muchas gracias por la magnífica conferencia que has compartido con nosotros. Sabemos que estudiaste en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, donde obtuviste el título de Arquitecto en 1961. Nos gustaría que nos hablaras un poco sobre tú trayectoria académica. ¿Cómo era la escuela en esos años?

©João Quintela

La escuela, a finales de los años 1950, seguía marcada por programas académicos en los que los vestigios del beaux-artismo todavía tenían una presencia significativa. Estos parecían enfrentarse y debatirse con una modernidad de la que, en aquel entonces, sabíamos poco. Éramos conscientes de que en otros países la modernidad arquitectónica era una realidad tangible, pero en España aún no estaba plenamente incorporada. El programa académico de la escuela era muy ecléctico. Se prestaba mucha atención tanto a las instalaciones como a la construcción, y existía un plan ideal, definido desde el ministerio, sobre lo que debía ser un arquitecto. Este plan estaba vinculado a las atribuciones profesionales de la arquitectura y buscaba abarcar todos los aspectos de la disciplina. Sin embargo, esta situación tenía sus limitaciones. Recuerdo la escuela de aquella época como una institución donde la calidad de la enseñanza dependía en gran medida de la competencia de los profesores.

 

¿Y qué profesores te influenciaron?

Tuvimos clases de historia con quien probablemente fue el historiador más relevante de la arquitectura en España durante la primera mitad del siglo XX, Leopoldo Torres Balbás. Sin embargo, también hubo otros profesores destacados, aunque en general la calidad del cuerpo docente era desigual. Alejandro la Sota, por ejemplo, que más tarde sería una figura clave de la modernidad arquitectónica española, en ese momento era ayudante, y trabajaba junto a otros profesores que eran más bien funcionarios. Una experiencia crucial para mí fue haber tenido la oportunidad de trabajar con Francisco Javier Sáenz de Oiza durante los últimos tres años de mi carrera. Esto cambió radicalmente mi forma de entender la formación. Pronto comprendí que aprender cerca de un maestro como él era mucho más enriquecedor que lo que podía obtener de las enseñanzas generales de la escuela. Esto marcó mi paso por las asignaturas de proyectos, donde alterné entre la rebeldía y la responsabilidad.

 

¿Cuál es la diferencia sustancial que observas entre la enseñanza de aquella época y la actual?

Son muy distintas. En nuestra época no existían, por ejemplo, los “juries”. No defendíamos los proyectos públicamente, se comentaban en privado, personalmente, y el profesor de proyectos evaluaba cada trabajo de manera individual. Actualmente, en cambio, prácticamente todas las escuelas de arquitectura han adoptado esta figura anglosajona. Hoy, la asignatura de proyectos representa probablemente el momento en el que el estudiante puede expresarse y manifestar su forma de entender el mundo con completa libertad. Por otra parte, noto que las escuelas actuales prestan menos atención a conocimientos técnicos específicos, como estructuras o instalaciones. En nuestra época, quizá debido a la intención de que en el título de arquitecto abarcara todos los requisitos necesarios para el ejercicio profesional —garantizados por una formación integral ofrecida por el Estado—, teníamos que cubrir todos los aspectos de la disciplina. La formación buscaba ser universal, lo que nos obligaba a atender a una amplia variedad de saberes, incluso aquellos que no entendíamos del todo para qué nos servirían en el futuro. Hoy en día, un joven arquitecto puede introducirse en la vida profesional sin haber adquirido ciertos conocimientos básicos, como la legislación arquitectónica u otros temas fundamentales, confiando en la posibilidad de recurrir a ayudas externas. Además, el ambiente de la escuela en aquel entonces se construía mucho a través de la interacción entre los estudiantes. Vivíamos en tiempos bastantes precarios, con acceso limitado a libros y recursos. Conseguir información o conocimiento ya era un logro en sí mismo. Tenías que esforzarte por descubrir quiénes eran los referentes o cómo eran, y esa carencia generaba una dinámica de relaciones peculiar. Estas relaciones se desarrollaban en círculos amistosos, donde podías confiar en la opinión de tus compañeros más próximos, cuya capacidad y criterio respetabas. De esta manera, se creaba un entorno donde el intercambio de ideas y descubrimientos era fundamental para la formación.

 

Tal y como nos comentabas, durante tu formación colaboraste con Javier Sáenz de Oiza. ¿Nos podrías contar cómo fue esa experiencia? ¿Dirías que fue como una escuela paralela?

Sí, se podría decir que fue como una escuela paralela. Oiza era una persona muy generosa, algo que reflejaba incluso en el estipendio que me ofrecía. Por mi parte, intentaba corresponder a esa generosidad dedicando todo mi esfuerzo a ayudarle. De hecho, muchas de mis horas estaban más orientadas hacia su estudio que hacia la propia escuela. Aunque conseguí algunos sobresalientes, mi paso por la Escuela de Arquitectura no fue especialmente brillante. Podría decir incluso que fui mejor estudiante en la enseñanza secundaria. Mis años en la Escuela de Arquitectura probablemente representaron la etapa más rebelde de mi vida. Esa rebeldía, en cierto modo, me permitió desvincularme un poco de la institución y encontrar en la experiencia con Oiza una forma de aprendizaje mucho más auténtica y enriquecedora.

©Nuno Grande

Y apenas terminaste la escuela comenzaste a trabajar con Jørn Utzon. Es decir, que prolongaste un poco más ese proceso de aprendizaje…

Así es. Vivíamos en una época en la que parecía que el título profesional ponía a todos los arquitectos en un mismo nivel. Era lógico pensar que, si yo trabajaba en el estudio de Oiza y tenía el título de arquitecto como él, en términos corporativos podría considerarme automáticamente su igual. Sin embargo, pronto entendí que eso no era posible ni razonable. No tenía sentido quedarme en su estudio esperando que, tras terminar la carrera, Oiza se viera obligado a compartir conmigo los encargos que recibía. En ese contexto, Jørn Utzon se había convertido en una figura de referencia para mí. Su obra la había descubierto a través de revistas de arquitectura y era el arquitecto que más me atraía en ese momento. Recuerdo especialmente un número de 1956 dedicado a jóvenes arquitectos en el mundo, donde Utzon aparecía en la portada. Siempre seguí su trabajo con gran interés y me dije: “Si dejo el estudio de Oiza, quiero ir a trabajar con él”. Y así lo hice. Trabajar con Utzon fue una experiencia muy grata, de la que guardo los mejores recuerdos. Como suele decirse, lo que uno ha vivido es lo que permanece en la memoria, y para mí, la estancia en su estudio ocupa un lugar muy importante en mi vida. Fue una etapa decisiva que marcó significativamente mi formación y moldeó mi manera de entender la arquitectura.

 

Unos años más tarde, en 1963, fuiste becario en la Academia de España en Roma durante dos años. ¿Podrías explicarnos el impacto que esta experiencia tuvo en tu formación como arquitecto y en tu entendimiento de la historia?

Sí, estuve con Utzon desde finales de 1961 hasta el otoño de 1962. Después volví a Madrid, donde debía completar mis obligaciones con el servicio militar. Además, coincidió con un momento en el que el estudio de Utzon estaba en proceso de trasladarse de Hellebæk a Australia, y no me sentía con la energía ni el interés suficientes para acompañarlos en un cambio tan radical. Por otro lado, la posibilidad de obtener la pensión en la Academia de España en Roma me resultaba muy atractiva. Algunos de los arquitectos más admirados en España, como Molezún, García de Paredes o Carvajal, habían sido becarios allí antes que yo, lo que reforzaba el prestigio de la experiencia. Además, no conocía Italia, y a la idea de descubrirla me parecía muy interesante. La beca se asignaba mediante un concurso-oposición; éramos cinco o seis candidatos para dos plazas, y tuve la suerte de ser seleccionado. Fue un momento de mi vida marcada por el cambio: estaba a punto de casarme con Belén Feduchi, y la estancia en Roma representaba una forma natural de continuar ese nuevo capítulo tanto en lo personal como en lo profesional. Los dos años que pasé allí fueron, sin duda, muy importantes. La experiencia me permitió profundizar en el conocimiento de la historia y la arquitectura clásica, que siempre he considerado una fuente inagotable de aprendizaje. Italia se convirtió en un lugar de descubrimientos y reflexiones que marcaron mi forma de entender la arquitectura, y esa experiencia dejó una huella duradera en mi trayectoria.

 

Desde tu experiencia y sabiduría, ¿cuál es tu visión sobre el panorama actual de la arquitectura? ¿A qué desafíos se enfrenta la disciplina, y qué consejo darías a nuestros estudiantes que todavía están terminando la carrera?

Creo que algunos de los temas que he mencionado en la conferencia de hoy pueden servir para responder a esa pregunta. Me parece que uno de los grandes desafíos actuales es el uso adecuado de lo que hemos heredado. La arquitectura, históricamente, ha estado protegida por las restricciones impuestas por la lógica constructiva. Antiguamente, sólo se podía construir lo que era razonable, respetando estrictamente las limitaciones y las condiciones que imponían los materiales y las técnicas constructivas. Hoy en día, con los avances tecnológicos, parece que podemos construir prácticamente cualquier cosa. Esto, aunque ofrece nuevas posibilidades, también ha llevado a olvidar esa lógica intrínseca que tantas obras del pasado respectaron y que, en gran medida, las permitió perdurar. Esta falta de restricciones deja a la arquitectura más expuesta, más vulnerable. Además, este cambio no solo afecta a la construcción en sí misma, sino también a los programas arquitectónicos. Por ejemplo, si el alojamiento se considera simplemente como una solución funcional para crear viviendas, sin inscribirlo en una categoría más amplia como la ciudad, se pierde parte del valor que la vivienda tuvo tradicionalmente. Mi consejo para los estudiantes sería que no pierdan de vista las lecciones del pasado. Respetar las restricciones, tanto técnicas como conceptuales, no debe entenderse como una limitación, sino como una guía que puede conducir a una arquitectura más sólida y significativa. También los animaría a pensar en la arquitectura no como una solución inmediata o aislada, sino como algo que siempre está inscrito en un contexto mayor, ya sea físico, cultural o social.

 

Además de tu actividad como arquitecto, que has desarrollado ininterrumpidamente desde 1961, es inevitable hablar de tu trabajo como crítico de arquitectura, una labor que comenzaste desde muy joven. ¿Qué importancia atribuyes a la escritura sobre arquitectura en tu trayectoria?

No puedo decir que desde el principio tuviera una vocación inequívoca de ser arquitecto. Siempre me interesaron la filosofía y las humanidades, y creo que en la arquitectura encontré un campo que me permitía continuar con esas inquietudes intelectuales, en el sentido más amplio y convencional de la palabra. Fue precisamente esa dimensión intelectual de la arquitectura la que me llevó a escribir. Empecé a escribir desde muy temprano, incluso durante mi estancia en Roma. Desde entonces, siempre he considerado que la palabra es una herramienta esencial para explicar y justificar mi trabajo como arquitecto. Reflexionar por escrito me parecía una forma de otorgar valor a lo que hacía. Eso inmediatamente me ha atesorado a escribir. Sin embargo, no me atrevería a definirme como crítico. La escritura, más que una actividad crítica en sentido estricto, ha sido siempre una parte esencial de mi trayectoria. Ha sido una manera de reflexionar sobre mi proprio trabajo, de comprenderlo mejor y mantener viva esa conexión con el pensamiento y las humanidades, que considero esencial en el ejercicio de la arquitectura.

©Nuno Grande

Y no solo has escrito sobre arquitectura, sino también sobre cómo investigar en arquitectura. En 1978, publicaste un texto titulado La “ricerca” como Legado, en la revista Circo, de Emilio Tuñón y de Luis Mansilla, donde explicas que analizar una obra de arquitectura implica, en cierto sentido, proyectarla de nuevo. ¿Podrías profundizar en esta idea?

El texto La “ricerca” como legado es una reflexión sobre Manfredo Tafuri. Tafuri había escrito Ricerca del Rinascimento. Principi, città, architetti, y, de algún modo, mi texto abordaba cómo se había interpretado su trabajo. Muchas veces se entendía a Tafuri como si no hubiera otra manera de comprender la arquitectura que a través de la ideología subyacente a ella. Parecía que su gran aportación había sido el uso de la ideología como única herramienta —casi un bisturí— para diseccionar la arquitectura y desentrañar su significado. Sin embargo, en el caso de Ricerca del Rinascimento, Tafuri ofrecía una perspectiva distinta. A lo largo de los siete capítulos que componen la obra, exploraba la arquitectura renacentista desde una visión crítica más profunda, más allá incluso de la ideología, que subyacía en la propia arquitectura. Permitía abordar problemas puramente visuales o formales, aspectos que trascendían el análisis ideológico. En mi texto intenté señalar que, para mí, el Tafuri más interesante era el de su etapa final. Un Tafuri que ya no sentía la obligación de satisfacer las expectativas de sus seguidores ni de mantenerse dentro de un marco puramente ideológico. Supongo que, en sus últimos años, pudo haberse sentido inquieto —no diría asustado, pero sí preocupado— al observar cómo su pensamiento era interpretado por sus seguidores de manera sistemática, exclusiva. En sus últimos libros, y especialmente en los que incluye sus propios dibujos —algo que no había hecho hasta las etapas finales de su vida—, se percibe un cambio. En ellos, Tafuri se adentra más en los valores disciplinares de la arquitectura. No digo que estos valores fueran obvios, pero sí detectables. Este último Tafuri parecía interesado no solo en conectar la forma arquitectónica con la ideología, sino también en explorar la arquitectura como disciplina autónoma, con sus propias lógicas internas y reglas específicas.

 

Más allá de escribir sobre “La Mezquita de Córdoba, La Lonja de Sevilla y un Carmen en Granada” (subtítulo de una publicación de 2017), también has escrito mucho sobre la contemporaneidad. El tu libro Theoretical Anxiety and Design Strategies in the Work of Eight Contemporary Architects (2004), analizas la obra de figuras como James Stirling, Robert Venturi, Aldo Rossi, Peter Eisenman, Álvaro Siza, Frank Gehry, Rem Koolhaas o Herzog & De Meuron. ¿Cómo fue escribir sobre tus contemporáneos y por qué sentiste la necesidad en hacerlo?

Ese libro refleja, en buena medida, lo que eran mis clases en ese momento. Siempre he pensado que, si algo faltaba en la escuela donde me formé, era un contacto más directo con la contemporaneidad más flagrante. Hablar de arquitectura contemporánea con los estudiantes tenía mucho sentido. De hecho, algunos de los textos del libro se volvieron especialmente relevantes cuando dejé de ser catedrático en Harvard y me concentré únicamente en clases magistrales. En los años 1990, figuras como Robert Venturi ya no recibían la misma atención, y muchos estudiantes apenas conocían su obra. Recordarles la contribución de alguien que, para ellos, ya era casi un material histórico, tenía su interés. Por eso, esos textos están profundamente vinculados a mi labor como docente. Siempre he creído que, aunque es difícil establecer una teoría de la arquitectura en términos estrictos, todavía se puede reflexionar sobre su papel dentro de un esquema más amplio de la estética. Hablar de los atributos específicos de la arquitectura puede llevarnos a pensar que, quizás, sea posible una sistematización teórica que vincule la arquitectura con otras disciplinas o ciencias. Sin embargo, esto es algo complicado, porque, al igual que la arquitectura evoluciona y se transforma, también lo hace su teoría. Esto genera cierta inquietud, ya que dificulta hablar de una teoría de la arquitectura como un cuerpo sistemático y coherente. A pesar de ello, sigo creyendo que el aprendizaje de la arquitectura se produce desde la arquitectura misma. Es decir, es a través del hablar, analizar y examinar obras arquitectónicas concretas como el estudiante puede llegar a comprender el campo profesional en el que desea desarrollarse. Esto otorga a los estudios de arquitectura una gran relevancia, porque se centran en casos concretos, en las obras mismas, que sirven como punto de partida para generar conocimiento.

 

¿Alguna vez has tenido la oportunidad de confrontar a alguno de estos arquitectos con lo que has escrito sobre ellos y con la lectura que has hecho de sus obras?

Seguramente sí, aunque no de manera explícita. Por ejemplo, no me he sentado con Álvaro Siza para preguntarle directamente qué le parecieron mis palabras. Álvaro es una persona abierta, pero no creo que esté siempre dispuesto a que sus opiniones se conviertan en doctrina; más bien, diría que tiende a evitar esa formalización de sus ideas, lo que también es una parte importante de su carácter. En otros casos, como con Peter Eisenman, sí he mantenido una conversación continua a lo largo de los años. Nuestra relación ha sido constante y profunda, lo que nos ha permitido intercambiar puntos de vista en múltiples ocasiones no siempre coincidentes. Con Jacques Herzog, indudablemente, también he tenido conversaciones sobre arquitectura y otros temas relacionados, aunque no hasta el punto de recibir una respuesta directa o un juicio detallado sobre lo que he escrito acerca de su obra. Jacques tiene un agudo sentido crítico y es posible hablar con él tanto de su obra como de la de otros colegas. Creo que este tipo de intercambios de opinión se dan más de manera informal y espontánea que a través de reflexiones que tienen como marco contextos académicos.

©Nuno Grande

Cuando creamos el Programa de Doctorado en Arquitectura en la Universidad Autónoma de Lisboa (UAL), nos dimos cuenta de que muchos de los programas tradicionales de doctorado en arquitectura, particularmente en Portugal, evitaban reflexionar sobre temas contemporáneos. Como respuesta, diseñamos un Doctorado en Arquitectura Contemporánea. ¿Qué consejos darías a nuestros estudiantes de doctorado que desarrollan investigaciones sobre arquitectos contemporáneos y temas actuales? ¿Cuáles consideras que son las ventajas y desventajas de escribir sobre lo que está ocurriendo hoy?

Al escribir sobre arquitectura contemporánea, siempre existe el riesgo de una mayor contaminación personal y sentimental. Las arquitecturas del pasado, más distantes en el tiempo, permiten juicios menos influenciados por las prácticas o las inquietudes personales del investigador como arquitecto, lo que no sucede con los temas actuales, donde el vínculo con el presente puede ser muy intenso. Por otro lado, es importante preguntarse qué objectivo se persigue con un doctorado. Si la meta es alcanzar un nivel de profundidad y reflexión sin la necesidad de conclusiones cerradas, entonces escribir sobre la contemporaneidad puede ser muy enriquecedor. Sin embargo, este enfoque también puede llevar a justificaciones no siempre pertinentes, e incluso a exhibiciones algo forzadas por las urgencias personales que a menudo acompañan a la investigación sobre temas actuales. Un ejemplo que ilustra este punto lo viví recientemente en ARCO, la feria de arte. Raro era el galerista que, al intentar explicar lo que un artista quería expresar, no caía en los tópicos más comunes. Esto me lleva a reflexionar: ¿por qué una obra no puede presentarse con un sentido más intrínseco, sin depender tanto de la explicación del autor? La didáctica, a menudo, se convierte en un instrumento que responde más a la necesidad de comunicar que a la esencia misma de la obra. Cuando uno analiza una obra, la explicación que se ofrece puede llegar a colocarse por encima de la propia obra, y eso es algo que debemos manejar con cuidado. En mis propios textos, como en Apuntes sobre 21 obras, trato de abordar cuestiones concretas y mostrar que esas conclusiones surgen como una obligación impuesta por el resultado. Por eso creo que la crítica debe venir después de la obra, no como una herramienta para justificar la elección de ciertas decisiones iniciales. Para dar un ejemplo de la práctica profesional comparable, diría que, si tuviera que trabajar en Lisboa, podría identificar ciertos rasgos figurativos o formales que conectan con una arquitectura atlántica. Sin embargo, no creo que necesariamente aplicara esa lectura previa. El contexto específico del encargo probablemente dictaría las decisiones arquitectónicas. Lo mismo debería suceder con la crítica: debe partir de lo concreto y de lo que la obra revela. Mi consejo para los estudiantes de un doctorado en arquitectura contemporánea sería que se acerquen a los temas contemporáneos con honestidad, manteniendo un equilibrio entre su conexión personal con el tema y una reflexión crítica que trascienda lo inmediato. Y que la arquitectura, aunque esté profundamente vinculada al presente, debe ser analizada a partir de perspectivas más amplias y profundas, teniendo en cuenta tanto su contexto como su capacidad de generar significado en el tiempo.

©Nuno Grande

¿Qué importancia le atribuyes a la reflexión teórica sobre tu propia obra como la que has explanado en Apuntes sobre 21 obras, que acabas de mencionar, y de qué manera consideras que esta introspección influye en la evolución de los trabajos siguientes?

Tratando de evitar una declaración de principios, me pareció que el examen de las obras recogidas en los Apuntes sobre 21 obras me permitiría, sin embargo, dar razón de lo que me había propuesto en cada una de ellas. Trato de ver los proyectos como una ocasión de aplicar y hacer uso de las respuestas que, desde mi condición de crítico y docente, me planteo en las muy diversas circunstancias que se dan al levantar un edificio. Aquellos de los que se habla en los Apuntes acompañan a lo que han sido los intereses teóricos a lo largo de mi carrera.

 

¿Qué importancia ha tenido para ti el hecho de que otros hayan investigado sobre tu obra? ¿Hay algún texto sobre tu trabajo, en particular, que te gustaría destacar?

Es una pregunta difícil. Seguramente mi condición de crítico y estudioso no ha favorecido que otros escribieran extensamente sobre mi obra. Hay sin embargo críticos cuya opinión habría valorado mucho, pero que, por una razón u otra, no se han detenido demasiado en analizar mi trabajo. La crítica arquitectónica actual tiende a adoptar el tono literario, lo que a veces obliga a entrar en un terreno que se escapa del análisis riguroso de la arquitectura como disciplina. En muchos de esos textos se observan posiciones escapistas y sesgadas. Es común que recurran a metáforas, analogías o simbolismos que, aunque pueden ser interesantes como alusión literaria, a menudo se alejan de un vínculo directo con la obra arquitectónica que intentan analizar. Para mí, un buen texto crítico debe mantener una conexión clara y directa con la obra. No se trata de evitar las interpretaciones o las lecturas más abstractas, pero creo que el análisis debería partir de lo concreto, de lo que la obra ofrece en términos espaciales, materiales y conceptuales. Cuando esa referencia directa se diluye, el texto pierde parte de su capacidad para enriquecer la comprensión de la arquitectura. Diría que aquellos que han logrado abordar mi trabajo desde una relación más directa con las obras mismas son los que más he valorado. La crítica tiene el potencial de iluminar aspectos que el propio arquitecto no siempre percibe, pero para ello debe partir de un análisis sólido y respetuoso con la arquitectura como objeto y como disciplina. Si tuviera que citar dos textos que me parece han entendido lo que pretendía con mi trabajo, éstos serían “Una ampliación al servicio de las artes y de la ciudad” de Jorge Fernández-Santos, dentro del libro Museo del Prado – Rafael Moneo, y la tesis doctoral de Arturo Tomillo, El tiempo como sustancia de la forma. Una aproximación al Museo de Arte Romano de Mérida desde los presupuestos del vitalismo.

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